Opinion

Santa Rosa se defiende con dignidad, pero se asoma un tiempo de censura 

La comunidad, las instituciones, el municipio y las organizaciones le pusieron un freno a la avanzada del Grupo Clarín, pero la lucha continúa porque el oligopolio sabe de impunidades y canchas embarradas; la pretendida censura a una muestra de caricaturas es demostración de otra ofensiva, en este caso para disciplinar, callar y meter bajo la alfombra.

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EL DIARIO digital

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Una de cal…

Santa Rosa ofreció en la semana que se fue una escena que trasciende el trámite administrativo y adquiere la textura de un gesto colectivo. Frente a la avanzada del Grupo Clarín —que desplegó su ingeniería empresarial sin pedir permiso, cableando, instalando postes y desafiando abiertamente a las instituciones— la ciudad respondió con una dignidad que no requiere aspavientos: simplemente se plantó.

La discusión en el Concejo Deliberante fue el punto más visible de esa pulseada. Con la sala colmada y convertida en caja de resonancia de un apoyo transversal —dirigentes cooperativos, organizaciones sociales, militancias diversas y vecinas y vecinos que no necesitaban invitación para entender de qué se trataba—, el cuerpo legislativo decidió archivar el proyecto de Telefónica que pretendía colocar más de 2.000 postes y tender más de 110 kilómetros de fibra óptica.

El mensaje político quedó nítido: no hay proyecto "técnico" posible cuando está en juego el orden público y cuando un oligopolio intenta avanzar bajo una máscara ajena.

El clima social que rodeó esa sesión fue también una señal. La defensa del territorio, de la institucionalidad local y del sistema cooperativo no surgió de un arrebato ocasional, sino de una convicción que se fue decantando con cada maniobra de Clarín, y que viene de la historia y la identidad.

Cuando un actor del tamaño de este gigante de los multimedios decide que las normas son un obstáculo menor, todo lo que queda en pie debe decidir si retrocede o se afirma.

El Ejecutivo municipal respondió en sintonía con esa posición: señalizó las columnas ilegales, aplicó multas que superan los $50 millones y dejó en claro que la iniciativa queda, al menos de momento, paralizada.

Santa Rosa mostró que, cuando la presión llega sin pedir permiso, la dignidad puede convertirse en política pública.

Pero nada de esto autoriza a festejar de modo definitivo. Clarín no es un adversario coyuntural ni un actor que se retire por vergüenza: está habituado al terreno fangoso, a la lógica del hecho consumado, a tensar la cuerda hasta donde haga falta. Sigue cableando, sigue avanzando, sigue ensayando esa mezcla de impunidad y displicencia que considera parte natural de su influencia.

Por eso la gesta de esta semana es solo un capítulo. Importante, sí. Decisivo, todavía no. La Santa Rosa digna, la que se plantó sin gritos y sin grandilocuencias, tendrá que sostener ese pulso y, llegado el momento, profundizarlo.

Porque hay batallas que se ganan una vez y hay otras que exigen constancia. Esta pertenece al segundo grupo. Y la ciudad, que ya mostró de qué lado quiere estar, deberá preparar un "hasta acá" más contundente y definitivo.

…y una de arena…

Mientras la ciudad afrontaba la prepotencia material de un gigante mediático decidido a imponer sus reglas por encima de la ley, otro frente —más simbólico, pero no menos inquietante— la colocaba en el centro de una escena nacional que, en cualquier otro contexto, rozaría lo absurdo.

Esta vez no fueron los postes ni los cables: fueron los dibujos. Las caricaturas de Sergio Ibaceta, artista local, colaborador de estas mismas páginas, heredero de la tradición mordaz, irónica y corrosiva del humor político argentino.

Una muestra en el Concejo Deliberante, un ejercicio democrático elemental, se convirtió en el disparador de una reacción que anticipa un clima preocupante. La DAIA denunció "antisemitismo" en la exposición y, con esa palabra mágica que habilita solemnidades inmediatas, los medios del establishment porteño —los mismos que rara vez registran algo de lo que sucede en La Pampa— posaron de pronto sus reflectores sobre Santa Rosa.

No para entender lo que pasa, sino para disciplinar. A ese coro se sumaron, con presteza casi ceremonial, figuras de la política libertaria como Martín Matzkin y el diputado nacional electo Adrián Ravier, secundados por dirigentes menores del PRO local y un abanico de voceros que encuentran en la indignación tercerizada una forma cómoda de hacer política.

El episodio se vuelve más elocuente si se lo mira en el contexto más amplio. No es un caso aislado ni una sobrerreacción folklórica: es una señal. En diversos puntos del país asoman respuestas punitivas frente al disenso, intentos de regular el humor gráfico, cuestionamientos a obras artísticas y una expansión acelerada de voces que creen que la crítica equivale a sacrilegio.

La mezcla entre censura y mesianismo deja de ser un riesgo teórico y se convierte en programa político. Una deriva que encaja con la naturaleza del proyecto que impulsa Javier Milei desde la campaña y que se profundizó en estas semanas post-electorales, ahora revitalizado por el acuerdo con Donald Trump y la épica de cruzada que comienza a enarbolarse sin pudores.

Lo que ocurrió con la muestra de Ibaceta no es un exabrupto: es una pieza más de un entramado que busca marcar los límites de lo decible, lo representable y lo criticable. El humor político, ese espacio donde la irreverencia es una forma de verdad, se convierte en el primer terreno a disciplinar porque incomoda, porque desnuda el poder sin pedir permiso, porque —como suele decirse— "reírte en la cara de quien te quiere joder es la forma más sublime de resistencia".

La tensión entre la Santa Rosa digna que se planta frente al avance material de un oligopolio y la Santa Rosa que observa cómo se estrecha el margen para la expresión crítica dibuja una paradoja inquietante. La primera batalla es territorial y visible. La segunda, más silenciosa, apunta al corazón de la vida democrática: la libertad para pensar, crear, cuestionar y burlarse.

Ese iceberg que asoma con denuncias extravagantes, ofensas sobreactuadas y guardianes de la moral importada no puede tomarse a la ligera. Si se consolida, lo que empieza como un intento de disciplinar un dibujo puede terminar naturalizando la idea de que el poder es un lugar sagrado. Y un poder que no admite risas, tarde o temprano, deja de admitir voces.

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