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EL DIARIO digital
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En el sector agropecuario moderno, la eficiencia ya no es una opción, sino una condición de supervivencia. En un contexto en el que la rentabilidad se encuentra cada vez más presionada por factores climáticos, económicos y regulatorios, las decisiones técnicas y administrativas deben ser ágiles, prácticas y, sobre todo, efectivas. Sin embargo, es cada vez más frecuente observar una deriva tecnocrática en la gestión agronómica, una suerte de "burocratización privada" donde se gasta tiempo, dinero y energía en procesos cuya justificación no radica en su impacto productivo real, sino en la ilusión de control y precisión.
Este fenómeno, que podríamos denominar "tecnocratismo agrícola improductivo", no difiere en lo esencial de ciertas ineficiencias del sector público, donde tareas carentes de valor agregado son sostenidas por la inercia o por el deseo de justificar una estructura. La diferencia es que en este caso los costos no los paga el Estado, sino el propio empresario agropecuario. Y aunque filosóficamente pueda parecer menos grave, en términos económicos y estratégicos puede ser profundamente nocivo.
Uno de los ejemplos paradigmáticos de esta ilusión de precisión es la sobrecarga en las actividades de muestreo y diagnóstico de campo. Es común ver explotaciones que, frente a una decisión productiva como la siembra de un cultivo en una superficie homogénea, subdividen el análisis en múltiples unidades pequeñas (por ejemplo, potreros de 60 ha dentro de un campo de 600 ha), realizando muestreos intensivos de humedad, nutrientes y otras variables. En términos prácticos, si todos esos lotes tienen un historial agronómico común, las diferencias entre ellos suelen ser marginales. Un simple diagnóstico general, discriminando quizás por posiciones topográficas (loma vs. bajo), puede ser suficiente para tomar decisiones agronómicas con alta eficacia.
La obsesión por el detalle conduce a una sobrecarga de trabajo y una demanda innecesaria de recursos humanos y económicos. Además, muchas veces responde más a una necesidad psicológica de "estar haciendo algo" o de transmitir una imagen de profesionalismo, que a un verdadero impacto productivo.
Algo similar ocurre con el uso del análisis de suelos como herramienta de fertilización, especialmente cuando se aplican metodologías como el balance de nutrientes para definir dosis. En contextos de investigación o ensayos comparativos, estas metodologías son absolutamente válidas y necesarias. Pero cuando se trasladan sin filtro al campo comercial, su aplicación muchas veces se desdibuja. La razón es simple: el modelo de balance se basa en una cadena de supuestos que, en la práctica, presentan márgenes de error significativos.
Por ejemplo, un análisis de suelo es apenas una fotografía en un punto del tiempo. Su representatividad depende de la correcta toma de muestras, la homogeneidad del lote, el momento del muestreo y otros tantos factores. Si dos técnicos toman muestras en distintos momentos del día, los resultados pueden variar lo suficiente como para modificar la recomendación de dosis. Por otra parte, estimar el rinde objetivo, variable clave del balance, es en sí mismo un ejercicio especulativo. Depende del clima futuro, del régimen de lluvias, del cultivo antecesor, de la dinámica de enfermedades, y del manejo posterior.
Incluso el dato de nitrógeno disponible en el suelo puede ser menos relevante que el conocimiento del cultivo antecesor. Por ejemplo, si precede una soja de alto rendimiento (3 tn/ha o más), es razonable asumir que el lote cuenta con una oferta inicial de nitrógeno suficiente para la implantación de un trigo. De ahí en más, lo que definirá la necesidad de fertilización será la humedad útil, la materia orgánica del suelo, el contexto climático y los precios relativos insumo/producto.
Por eso, el error estratégico no es utilizar herramientas técnicas, sino sobredimensionarlas más allá de su capacidad real de predicción. La agricultura no es una ciencia exacta. A pesar de la creciente disponibilidad de información, sensores y modelos, la variabilidad natural sigue siendo enorme. Pretender aplicar un enfoque de laboratorio a una disciplina que depende de la atmósfera, la biología y la economía, todas variables de altísima complejidad, puede ser contraproducente.
Además, este tipo de manejo excesivamente detallista conlleva costos ocultos: paraliza las decisiones, retrasa la ejecución de tareas críticas y genera una falsa sensación de respaldo científico. Es el equivalente agronómico de "mover papeles para justificar el puesto", sólo que aquí el costo no es político, sino económico. Y en el contexto actual, con márgenes ajustados y volatilidad en los precios internacionales, estos errores pueden significar la diferencia entre sostener o no una campaña.
Es necesario, entonces, recuperar una visión estratégica del diagnóstico agronómico. Priorizar las decisiones que realmente cambian el rumbo de una campaña: elección del cultivo, fecha de siembra, calidad de la implantación, eficiencia de la fertilización, control de malezas y enfermedades, logística y comercialización. Para ello, más importante que una muestra de suelo es el conocimiento acumulado del lote. Más importante que la precisión teórica de un balance de nutrientes es la experiencia, la observación y el criterio técnico.
En ese sentido, la eficiencia no implica precariedad técnica, sino inteligencia en el uso de recursos. Significa aplicar tecnologías con un sentido práctico, dimensionar correctamente el valor de cada herramienta, y eliminar redundancias que sólo sirven para llenar planillas, pero no mejoran los resultados.
El campo argentino necesita menos "ingeniería del Excel" y más decisiones con impacto real. Necesita profesionales que diferencien entre estar ocupados y ser productivos. Porque si el recurso más escaso hoy es el tiempo, y el capital disponible le sigue de cerca, entonces malgastarlos en simulacros de precisión es un lujo que ya no podemos permitirnos.
En conclusión, tomar decisiones agronómicas bajo una lógica de campo, basada en experiencia, macroindicadores y observación sistemática, puede ser mucho más efectivo que escudarse en la metodología "académica" para cada paso. La agricultura no se maneja como una receta de repostería; no es una ciencia exacta. Es, en esencia, una disciplina de riesgo, de adaptación constante, donde la agilidad, el conocimiento empírico y la economía de recursos son mucho más determinantes que la exactitud de un análisis de laboratorio. Volver a lo esencial puede ser el paso más innovador que una empresa agrícola tome en este nuevo ciclo.
(*) Ingeniero Agrónomo (MP: 607 CIALP) -Posgrado en Agronegocios y Alimentos- @MARIANOFAVALP