Escuchá esta nota
EL DIARIO digital
minutos
En las últimas semanas volvió a instalarse en la agenda legislativa de algunas regiones de Argentina la polémica propuesta de aplicar un impuesto por cada bovino en concepto de "emisiones de metano". La iniciativa, presentada bajo el lenguaje seductor de la "acción climática", se inserta en una tendencia mundial que busca responsabilizar al ganado por un problema complejo, mientras se omite un principio elemental de la física, la biología y la agronomía: el carbono del pasto pertenece al ciclo de la vida, no al flujo fósil.
Para comprender por qué la medida es equivocada, es necesario comenzar por lo básico. Los rumiantes no agregan carbono a la atmósfera. No lo extraen del subsuelo. No liberan carbono fósil que llevaba 70 millones de años almacenado, como sí ocurre cuando se queman petróleo, gas o carbón. Todo el metano emitido por una vaca proviene del carbono capturado días o semanas antes por un pastizal, un verdeo o un cultivo forrajero mediante fotosíntesis. Ese carbono ingresa al animal, se transforma, y parte vuelve a la atmósfera en forma de metano, el cual se oxida naturalmente a dióxido de carbono en aproximadamente 10 a 12 años, cerrando un ciclo que vuelve al punto de partida: las plantas lo fijan nuevamente.
Esta lógica cíclica es ampliamente reconocida en la literatura científica. Un metaanálisis publicado por la FAO y la Universidad de Oxford, y que desde hace años se utiliza como referencia global, destaca que las emisiones entéricas de los rumiantes no aumentan la concentración de carbono atmosférico cuando los rodeos se mantienen estables, ya que se trata de un flujo biogénico renovable. En Argentina, la ganadería bovina ha mantenido en las últimas décadas un stock relativamente constante, fluctuando entre 47 y 55 millones de cabezas. Esa estabilidad implica que no existe aporte neto adicional de carbono a la atmósfera.
Más aún, estudios del IPCC (grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático), muestran que el metano de origen biogénico debe analizarse con métricas específicas, como GWP (Global Warming Potential Star), que considera su vida media corta y su comportamiento dinámico. Bajo esta métrica, un rodeo estable puede tener impacto climático nulo o incluso negativo. Es decir, puede enfriar en lugar de calentar.
Sin embargo, estas diferencias sustantivas desaparecen cuando la política toma atajos. Plantear un impuesto por vaca supone equiparar, en términos morales y fiscales, la respiración de un rodeo con la chimenea de una refinería. Esa simplificación no solo carece de solvencia técnica: es injusta, ineficaz y contraproducente.
El argumento del legislador señala que cobrar por cabeza generaría incentivos para "reducir las emisiones". Pero reducir el stock bovino no mejora el clima: solo reduce la producción de alimentos, la actividad económica y el ingreso del productor. Si el rodeo baja, Argentina simplemente producirá menos carne y el mercado internacional lo suplirá con carne de otros países, muchos de ellos con sistemas menos eficientes, mayores emisiones por kilo producido o con deforestación activa. Las emisiones globales no disminuyen: solo cambian de geografía.
Un impuesto que castiga un ciclo biológico no tiene capacidad real de modificar un proceso natural que depende de la fisiología del rumiante. Es equivalente a imponer un tributo a la fotosíntesis porque libera oxígeno.
Resulta difícil no advertir que la motivación subyacente es fiscal más que ambiental. La etiqueta "verde" se utiliza para justificar lo que en esencia es un nuevo tributo encubierto. En un país en el que la presión impositiva al sector agropecuario ya es una de las más altas del mundo, avanzar en esta dirección implica profundizar la asfixia productiva con el argumento de una supuesta modernización ambiental que no resiste el menor análisis científico.
La ecología, en este caso, deja de ser ciencia para convertirse en ideología. Y lo que es peor: una ideología aplicada para recaudar.
La ganadería argentina desempeña un rol indispensable en el manejo de pastizales naturales, en la conservación de suelos y en la fijación de carbono en sistemas bien manejados. Existen investigaciones del INTA Balcarce, del INTA Anguil y del CONICET que muestran que los pastizales manejados con pastoreo rotativo pueden secuestrar entre 1 y 3 toneladas de carbono por hectárea y por año, dependiendo de la pluviosidad y de la carga animal.
Esto significa que gran parte de los sistemas ganaderos del país ya funcionan como sumideros naturales, compensando con creces las emisiones entéricas. No se trata de una intuición: es medible, repetible y publicado en revistas científicas.
Si el objetivo es reducir dióxido de carbono atmosférico, la herramienta más directa, eficiente y comprobada es aumentar los sumideros. En Argentina existe un potencial enorme para programas de forestación y restauración en áreas marginales y semiáridas, donde la incorporación de especies nativas y de sistemas silvopastoriles puede capturar millones de toneladas de carbono por año, mejorar la biodiversidad y fortalecer la resiliencia del territorio.
En lugar de castigar a quien produce alimentos, la política climática debería premiar a quienes generan servicios ecosistémicos. Gravar a la ganadería no reduce emisiones; en cambio, expandir la masa forestal sí las reduce de manera directa, trazable y acumulativa.
En conclusión, imponer un tributo por vaca bajo el argumento del metano es un error conceptual, político y económico. No mejora el ambiente, no reduce gases de efecto invernadero, debilita la producción y confunde un ciclo biológico con una combustión fósil. La Argentina necesita una política ambiental basada en ciencia, no en supersticiones modernas disfrazadas de virtudes verdes.
Como recordaba José Hernández en el Martín Fierro, cuando advertía sobre la necedad disfrazada de autoridad: "No tiene el ave la culpa del mal que hace el viento." Conviene recordarlo antes de castigar a la vaca por comer pasto.
(*) Ingeniero Agrónomo (MP: 607 CIALP) -Posgrado en Agronegocios y Alimentos- @MARIANOFAVALP