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"Conservación del suelo": impuestos, legislación y sesgos ideológicos comprometen su salud

Por Mariano Fava (*)

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EL DIARIO digital

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Cada 7 de julio, Argentina conmemora el Día de la Conservación del Suelo, una fecha clave para reflexionar sobre el recurso natural más estratégico y menos valorado del sistema agroalimentario nacional. El suelo es mucho más que el soporte físico de la agricultura: es una compleja estructura biológica, química y física que sustenta la producción de alimentos, fibras y energía. Desde hace muchas décadas, ha sido la base de la generación de divisas del país. Sin embargo, hoy su salud está comprometida por políticas públicas erráticas, regulaciones contraproducentes y distorsiones fiscales que erosionan su capacidad productiva.

A esto se suma un fenómeno cada vez más frecuente: algunos dirigentes se presentan como defensores del suelo y el ambiente, con discursos que buscan el aplauso público más que soluciones reales. Este exceso de celo, muchas veces más oportunismo que convicción, termina afectando al productor con trabas y restricciones que poco tienen que ver con una conservación verdadera. Cuidar el suelo exige compromiso técnico, diálogo y políticas sostenibles, no gestos vacíos ni intervenciones desmedidas.

La adopción masiva de la siembra directa a partir de la década de 1990 representó un salto cualitativo en materia de conservación. La posibilidad de implantar cultivos sin labrar el suelo, dejando un estrato protector de rastrojo en superficie, permitió reducir significativamente los procesos de erosión hídrica y eólica que amenazaban al país en los años anteriores. Este avance técnico fue posible, en buena medida, gracias a la disponibilidad de cultivos transgénicos resistentes a herbicidas, como la soja RR, el maíz con múltiples genes de resistencia a herbicidas, y más recientemente los sorgos resistentes a imidazolinonas, que facilitaron el control de malezas sin labranza.

Pero el modelo comenzó a mostrar fisuras. La aparición de malezas capaces de sobrevivir a la aplicación de agro defensivos que antes las controlaban, la compactación por tránsito excesivo y la necesidad ocasional de labranza mecánica para corregir deficiencias físicas como capas densificadas o sellado superficial, reintrodujeron el uso de implementos agrícolas en muchos lotes. El sistema de siembra directa sigue siendo superior, pero exige ajustes finos, rotaciones diversificadas y un acompañamiento técnico continuo.

En este contexto, los derechos de exportación (DEX) han jugado un rol corrosivo. Este tributo, de naturaleza fiscal, castiga al productor que más invierte y que trabaja en zonas más marginales, alejadas de los grandes puertos. La soja, en particular, ha sido el cultivo elegido por muchos empresarios rurales en parte por su bajo requerimiento de fertilización. Esta oleaginosa, gracias a su capacidad de asociarse con rizobios para fijar nitrógeno atmosférico y a su acción acidificante de la rizosfera que mejora la disponibilidad de fósforo, permite obtener rendimientos aceptables incluso en suelos con baja fertilidad química.

Este fenómeno ha incentivado una especie de "minería química" del suelo: se extraen nutrientes sin reponerlos. El resultado es una caída sostenida en la concentración de fósforo, azufre y otros elementos esenciales, y una preocupante disminución del contenido proteico en los granos, especialmente en la soja. La fertilidad física se ha mantenido en parte gracias a la cobertura permanente y al control de erosión de la siembra directa, pero el balance de nutrientes está claramente en rojo.

A nivel provincial y municipal, la situación también es crítica. Numerosas jurisdicciones avanzan con restricciones cada vez más estrictas al uso de fitosanitarios, sin basarse en evidencia científica sólida ni contemplar las consecuencias agronómicas de dichas medidas. En muchos casos, las distancias de aplicación exigidas son tan amplias que vuelven inviables áreas enteras. La respuesta técnica de muchos productores frente a estas limitaciones será, inevitablemente, el regreso a la labranza convencional y al laboreo profundo como única herramienta de control. Así, se sacrifica la conservación del suelo en nombre de un ambientalismo mal entendido.

El INTA y otros organismos de reconocido prestigio han demostrado con solvencia técnica que el uso de fitosanitarios en las dosis y condiciones correctas no implica riesgos significativos para la salud humana ni para el ambiente. Ignorar esta evidencia implica caer en lo que el economista Thomas Sowell describió con precisión: "Es difícil imaginar una forma más peligrosa de tomar decisiones que ponerlas en manos de personas que no pagan ningún precio por equivocarse".

A esto se suma la imposibilidad legal y administrativa de modificar el uso del suelo en regiones como el caldenal pampeano. En La Pampa, cientos de miles de hectáreas de monte natural de caldén, una especie que está muy lejos de estar en peligro de extinción, permanecen intocables por restricciones que impiden el desarrollo agrícola ordenado. El potencial de estas tierras es enorme: con tecnologías adecuadas, podrían multiplicar por 30 o más su productividad actual, generando empleo de calidad, arraigo territorial y dinamismo económico. Negar esa posibilidad desde una oficina urbana alejada del territorio no sólo es ineficiente, sino también profundamente injusto con quienes viven y trabajan en esas zonas.

Paradójicamente, una expansión agrícola planificada en áreas con aptitud podría acompañarse de reforestación en otras zonas del ecosistema, restaurando corredores biológicos y aumentando la cobertura del monte nativo con especies nobles como el propio caldén. Es decir, la intensificación no implica necesariamente pérdida ambiental; con planificación, puede ser la base de una restauración ecológica activa.

En conclusión, la conservación del suelo en Argentina exige decisiones valientes, coherentes y técnicamente fundamentadas. Penalizar la producción eficiente con impuestos distorsivos como los DEX, restringir el uso racional de fitosanitarios y prohibir el desarrollo en zonas aptas para la agricultura no sólo compromete la salud del suelo, sino también la viabilidad económica de las comunidades rurales.

Preservar el suelo no es volver al arado ni inmovilizar la tierra bajo dogmas ideológicos. Es aplicar inteligencia agronómica, ciencia sólida y una visión productivista sustentable. En tiempos donde las oportunidades globales se abren para quienes pueden garantizar trazabilidad, calidad y responsabilidad ambiental, Argentina debe abrazar un modelo de conservación activa: producir más, cuidar mejor, decidir con información y no con prejuicios.

El futuro de nuestra soberanía alimentaria, de nuestras exportaciones y de la salud ecológica de nuestros paisajes depende, más que nunca, de cómo tratamos al suelo. Y hoy, el suelo está hablando. Es momento de escucharlo con seriedad técnica y responsabilidad política.

(*) Ingeniero Agrónomo (MP: 607 CIALP) -Posgrado en Agronegocios y Alimentos- @MARIANOFAVALP

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