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EL DIARIO digital
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La Pampa despide con profundo pesar a uno de sus hijos: Alberto Torroba, el "navegante" pampeano, falleció este martes en su campo de Anguil a los 73 años. Su partida deja inconclusa una nueva embarcación, pero su legado de exploración y desafío a lo imaginable permanece intacto.
Desde hace aproximadamente 25 años, Torroba residía en su campo entre Anguil y Santa Rosa. Su fallecimiento, difundido a través de las redes sociales, generó inmediatas muestras de dolor y cariño entre amigos y familiares. "Mi querido amigo, su vida fue su determinación; escuchar sus experiencias, deleitó y embelesó a mis hijos un invierno mientras esperaba la llegada de su hija de Colombia. Mil recuerdos, desde la primaria", expresó María Álvarez, en un testimonio que refleja el impacto de Torroba en quienes lo conocieron.
Una vida de travesías y autodescubrimiento
Nacido en Santa Rosa el 8 de abril de 1952, Alberto Torroba fue un navegante autodidacta cuya vida fue una búsqueda constante. Abandonó sus estudios de Matemática y Teosofía en Buenos Aires para lanzarse al mundo con apenas 50 dólares. Recorrió Europa, vivió en Asia, convivió con monjes en la India y se desempeñó en diversos oficios como estibador, lavacopas y albañil. Fue en Japón donde, sin conocimientos previos de navegación, adquirió el manual "The Complete Yachtsman" y comenzó su profunda formación náutica empírica.
Entre 1982 y 1995, Torroba vivió a bordo de diversas embarcaciones que él mismo construyó, desde un prao hasta una canoa a vela. Con ellas cruzó el Atlántico, bordeó costas africanas, navegó entre las islas del Sudeste Asiático y enfrentó innumerables inclemencias. Su espíritu indomable lo llevó incluso a ser deportado de Papúa Nueva Guinea, tras integrarse a una comunidad indígena, y a sobrevivir a un naufragio frente a las costas de Uruguay.
La epopeya del Pacífico: un cruce sin brújula
La proeza que lo catapultó a la leyenda ocurrió en 1989. Zarpó desde Panamá en la Ave Marina, una canoa de tan solo 4,5 metros de largo, construida con madera de espavé, lona de bolsas y aparejo artesanal. Durante al menos 40 días, navegó más de 5.000 kilómetros sin brújula ni sextante, guiado únicamente por las estrellas, las nubes, las aves y su inquebrantable instinto. Agotado, pero entero, atracó finalmente en Fatu Hiva, en las Islas Marquesas, Polinesia Francesa.
"Solté el ego en el mar", diría años después, resumiendo la profunda transformación espiritual que implicó esa travesía. Más allá de la hazaña física, su viaje fue un redescubrimiento del sentido de la vida y una profunda inmersión en su propio ser, en medio de tormentas y los vastos silencios oceánicos.
El regreso a la Pampa y un legado imperecedero
Después de recorrer Asia, África Oriental y Australia, Torroba regresó a la Argentina a mediados de los años 90 para establecerse en Anguil. En su campo de 400 hectáreas, se dedicó a la cría de ganado, continuó construyendo embarcaciones y siguió "viajando" a su manera: a través de la memoria y el relato.
En 2015, compartió sus vivencias, reflexiones y aprendizajes en el libro Relato del Náufrago y el Ave Marina. En un reciente reconocimiento a su singular e inspirador legado, la Asociación Deportiva Argentina de Navegantes (ADAN) lo nombró socio honorario en abril de 2025.
Alberto Torroba fue, sin duda, un hombre que dejó una huella imborrable, no solo en las vastas aguas que surcó, sino también en el espíritu de quienes entienden que vivir es, en su esencia más profunda, navegar.