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EL DIARIO digital
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Resulta, cuanto menos, provocador analizar los números. Mientras un residente en Argentina enfrenta guardias de 24 horas y salarios que apenas arañan la canasta básica, en el otro lado del mundo, un obrero de la construcción manejando un zamping o instalando paneles solares percibe ingresos equivalentes a 8 millones de pesos mensuales. La brecha no es solo económica; es de dignidad y de perspectiva de vida.
Este fenómeno de profesionales que "emigran para bajar un escalón" en la jerarquía laboral, pero suben diez en calidad de vida, pone en jaque el concepto tradicional del éxito. ¿De qué sirve el prestigio del título si no permite proyectar un alquiler, un viaje o un ahorro mínimo?
Juan Cruz dice que la experiencia le dio "humildad". Y es cierto: trabajar codo a codo con gente de todo el mundo, lejos del pedestal que a veces impone el sistema de salud, humaniza. Pero esa humildad debería ser un aprendizaje de vida, no un refugio forzado por la falta de incentivos locales.
Hoy Juan Cruz está de vuelta en el Hospital de Toay. Volvió "a casa", como tantos otros que extrañan el asado y los amigos. Pero el interrogante queda flotando en el aire de nuestras instituciones: ¿cuántos otros profesionales brillantes estamos dispuestos a perder aunque sea por dos años porque el país no logra competir ni siquiera con el salario de un recolector de frutas o un instalador de techos en el extranjero?
El problema no es que los jóvenes quieran conocer el mundo; el problema es que, hoy por hoy, para muchos de ellos, el mundo empieza donde termina la frontera argentina.