La Pampa

La aventurera historia de una pampeana que llegó al Sahara en bicicleta

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Tras perder un hijo y sufrir un ACV, un evento extraordinario la llevó a recorrer el Mediterráneo hasta Marruecos, donde quedó varada por la pandemia, aprendió a vivir en manada y cambió su vida. Conocé la fascinante historia de Fabiana Torres, oriunda de Santa Rosa pero que vive actualmente en Winifreda.

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EL DIARIO digital

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Fabiana empezó a correr el 12 de marzo de 2017, en su cumpleaños número 47, un día que la cambió para siempre. Fueron 4 kilómetros y 750 metros, una distancia que le demostró que una mejor vida era posible. El ACV isquémico de 2011 le había dejado un aprendizaje que recién pudo comprender en aquel aniversario: “La vida es una construcción de cada día y de mí depende ser feliz”.

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Cierta vez llegó a correr 165 km, y más adelante comenzó a explorar, con su bicicleta o a pie, paisajes desafiantes; si era capaz de subir montañas - se dijo- también podía transformar su existencia: “Me había tocado afrontar pruebas muy duras, la primera la muerte de mi hijo”, expresó en una entrevista con el diario La Nación.

“Pero también atravesaba una relación turbulenta, y el ACV llegó para marcar un nuevo rumbo”, recordó.

El resto de la entrevista -que reconstruyó su fascinante viaje- dice textualmente lo siguiente:

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Hasta entonces, Fabiana se sentía una persona disociada en pedacitos. Pero con cada kilómetro, comenzó a sentir que su vida y su cuerpo volvían a una unidad, muy de a poco, y no sin obstáculos: “Con cada uno de ellos, de las cenizas se renace”, dice.

“Un día llegué al Lago Soberanía y vi una estrella fugaz reflejada en el agua: lago y cielo eran uno en esa noche perfecta y allí decidí que necesitaba un viaje y que mi destino principal sería el desierto de Sahara”, revela.

Por aquellos días, Fabiana ya estaba divorciada y había cumplido los 50; como jamás en su vida, comprendió que era tiempo de soltar las culpas, perdonar y perdonarse, y abrazar una nueva vida: “Nosotros hacemos de las culpas una cárcel para condenar nuestros errores”.

No sin temores, aunque muy decidida, la mujer se tomó licencia del trabajo sin goce de sueldo, dejó atrás un entorno que la despidió con ternura e incertidumbre, puso a punto su bicicleta que bautizó “La Laura”, empacó una mochila y partió sola hacia una travesía donde la soledad nunca fue un interrogante: “Si hay un corazón dispuesto, jamás el ser humano estará solo”.

Un largo camino

Allí estaba La Laura, su bici, bonita y pintadita en Barajas, junto a Fabiana, que de inmediato se enfrentó con el primer escollo, ingresar al ascensor con su mochila montañesa, dos alforjas, y su rodado, ¡un gran desafío!, hasta que finalmente decidió buscar una soga que siempre lleva consigo: “tan importante como el maquillaje y el protector solar”.

La ató al extremo de la caja de la bicicleta, y llevó todo a la rastra hasta la puerta del bus, que la conduciría hasta la terminal 4. “¡Vale, sube!”, exclamó el conductor, y entonces, medio pasaje descendió del micro para ayudarla. “¿Que va en la caja?”, le preguntaban, a lo que Fabiana respondía con orgullo: “Una bicicleta para recorrer desde Murcia la costa del Mediterráneo, para luego ir a Marruecos a conocer el Sahara”. “Las caras eran geniales”, recuerda la pampeana. “Aparte no daba pinta de ciclista; iba con labios rojos y pantalón blanco”.

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En aquella terminal arribó el primer gran impacto. Fabiana se halló ante un mundo de diferentes etnias y su asombro crecía a cada paso: “Nunca había viajado tan lejos”, cuenta. “Ubiqué dónde sacar el pasaje que me llevaría a Lorca, Murcia, y fueron cuatro horas de espera geniales, conocí a una cubana y una mexicana y nos contamos nuestras vidas”.

En Lorca la esperaba Guillermo, un compañero de secundaria que no veía hacía 30 años. Y fue el 17 de febrero, a pocas semanas del comienzo de la pandemia COVID, que él la acompañó unos kilómetros a modo de despedida. La Laura y Fabiana, acababan de comenzar oficialmente su gran aventura: “Mi emoción me empañaba la vista y sentí que no quería cambiar nada de mi vida pasada, una que me había llevado hacia ese presente”.

Descubrir el mundo

En su recorrido por el Mediterráneo, cada llegada significaba un logro. Paró en carpa en Málaga y, en Tarifa, en una casa rodante viejita pero bella, de una familia que la acogió con mucho amor. Fabiana fue trazando su ruta de viaje y, en su camino, cada paisaje surgió como un regalo de la vida: “Ahí estaba, sola, segura de mí misma y colmada de una fe que me permitió seguir adelante. Aprendí infinidad de nombres de pueblos y aldeas. Fue maravillosa la sensación de descubrir el mundo, algo tan esperado desde mi infancia”.

Un día, finalmente tocó áfrica. Rumbo al Sahara, cargó seis litros de agua, naranjas y algo de pan con dátiles. El viento era suave, pero no paraba de soplar, la carretera estaba inmaculada, por lo que, por momentos, Fabiana creía que se hallaba estática y que pronto la azotaría una tormenta de arena, pero tan solo se trataba de una fantasía.

Tras cinco horas de ruta, La Laura estaba muy pesada, el calor era tremendo, Fabi llevaba calzas y remera largas, y la cara blanca de protector solar; la porción de su cuerpo descubierta quedaba expuesta a las quemaduras del sol abrasante: “Fueron muchas horas para no tantos kilómetros, paré muchas veces a hidratarme en una carretera desolada”.

En algún momento, Fabiana arribó a una estación de servicio, donde se topó con un equipo de motos español que habían ido a entrenar a las dunas. Se sacó el casco y, al reconocer en ella a una mujer, se acercaron, hablaron fluido y con respeto; ella les contó de su viaje y ellos de sus entrenamientos. “Mira guapa, porque eres guapa”, lanzó uno de ellos. “¿Qué coños haces aquí? Es inviable tu viaje”. Fabi se puso el casco, sonrió y se despidió: “No había respuesta posible”.

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Su contacto en Marruecos la esperaba unos metros más adelante para indicarle el camino. Fabiana le entregó 20 euros (unos 200 dirham) para guiarla a las dunas Erg Chebbi: “En el camino me ofrecieron un baño de arena, que se supone que tiene propiedades curativas. ¡Te lo ofrecen de manera insistente! Te entierran en la arena, dejando solo la cabeza afuera... Yo necesitaba un baño de agua, ya que solo venía aseándome con un tazón”.

La Laura quedó en el albergue de los bereberes, en Merzouga, era imposible llevarla a la arena. En el nuevo tramo de su travesía, Fabiana conoció a Abd Ellah y a su camello, Abdul. Todavía no lo sabía, pero Abd, una persona encantadora, estaría por enseñarle la maravilla de vivir el momento, en lo simple de la vida.

Juntos avanzaron y el desierto, de pronto, ya los envolvía. Para Fabiana, fue un encuentro con Dios y el universo que recordará por el resto de sus días: “Al caer el sol no pude más que agradecer, cerré mis ojos y hablé con mi Dios, tu Dios, el Dios universal, el sin religión, Abd estaba allí, sin entender qué pasaba, pero con respeto contemplaba mi quietud y mi silencio”, cuenta la argentina. “De pronto, le pregunté algo muy tonto, si no utilizaba reloj. `¡Para qué lo quiero!´, exclamó. Claro, pensé, el desierto es atemporal”.

“Entonces me dispuse nuevamente a contemplar el paisaje y comprendí que el cielo y la tierra son lo mismo, solo depende de cómo lo miramos: las estrellas se veían sobre la arena dorada bañada por el brillo de la luna”, continúa pensativa. “Ahí también entendí que tantas veces bloqueamos ese puente hacia la vida, nos quedamos en un solo plano, creyendo que no hay posibilidades de reiniciar, recalcular, a fin de volver a empezar”.

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“El frío del desierto se hacía sentir, dibujé siluetas de alegría en el horizonte, esa alegría que da calma, que se siente liviana: allí no había gravedad, nada pesaba. Me dibujé de niña, época donde ya amaba salir a la aventura en mi bicicleta verde, antes de la muerte, la enfermedad, la turbulencia y el sufrimiento; me dibujé como esa adolescente que estudió italiano y que soñaba conocer Roma; me vi finalmente allí, arriba de mi bicicleta, aventurera de nuevos horizontes en solitario: me dibujé con alas que me cosía sola”.

La gratitud invadió el corazón de Fabiana y nubló su mirada: en el Sahara terminaba de dejar su carga y, ante aquella nueva oportunidad que se había ofrendado, cruzó el puente y se permitió soltar.

Encuentro humano

En el desierto, despertaron a las 5,30. Abd quería que Fabiana vea el amanecer. Fueron en silencio, sintiendo la vida en cada paso. Como en una escena teatral, el telón se corría mágicamente para mostrar el paisaje: “El telonero era el sol; el camello iba a la par, quería recorrer el Sahara con mis pies”.

Llegaron al albergue, desayunaron y Fabiana cargó todo en La Laura. Cinco horas la separaban de su nuevo destino. Abd se acercó a ella, le dio un fuerte apretón de manos y le dijo: “Amiga, si regresas iremos a una jaima, eres buena chica”, luego se retiró su turbante – 12 metros de tela- para mostrarle cómo se utiliza: “Me saqué el casco y dejé que realizara su arte para colocarlo; más tarde busqué su significado: representa belleza, protección, sabiduría, respeto, orgullo”.

“Los encuentros humanos son aprendizajes, si sabemos ver en el otro más allá de las palabras. Mi amigo berebere, Abd, me dio un curso acelerado de `menos preguntas, más vida´ y de saber apreciar en el silencio el lenguaje del universo, de la nada y el todo”.

A Fabiana, la pandemia COVID no le permitió partir, aunque tampoco quiso hacerlo las primeras veces que pudo. Vivió varios meses en un barrio de Tanger, en lo de Mohamed y Aida, y con sus hijas del corazón, Youssra, Nada Bouali y Bab Divan. Aquel pasó a ser su barrio, un suburbio con calles angostas, peleas a cuchillos nocturnas, poca agua, y frío en los huesos.

Más tarde se trasladó a Hadaka, un lugar donde dormía con las mujeres en el patio central de una casa de adobe, bajo las estrellas.

“En esa aldea comprendí que allí los sueños desaparecerán antes de que lleguen. Comprendí que hay un diccionario acotado a la realidad de las personas: aquí sueños, esperanzas, oportunidades, no existen, como sucede con las tejedoras de los montes Atlas, un reino donde los castillos no están habitados ni por príncipes ni princesas, el adobe juega con las formas del ocre, donde el límite son montes Atlas, después de allí el desierto más grande del mundo: el Sahara”, relata.

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“Donde el té es un arte, es la mezcla de las pocas hierbas que da esa tierra, donde los niños no tienen juguetes, solo su imaginación como recurso genuino...”

“Me dejé atrapar por Marruecos, su gente, su cultura, su paisaje maravilloso y la alquimia en sus sabores. No entendía nada, me volví experta en señas. No hablo más que español, pero potencié el idioma gestual”, asegura. “En Marruecos aprendí que lo que se tiene se comparte, sea mucho o poco. Aprendí que sus mujeres son increíbles, trabajan de sol a sol la tierra, tejen, crían hijos, pero también creo que, a través de mi persona, vieron que otra vida diferente es posible”, reflexiona. “En Fez, al ver a los hombres trabajar en los piletones de las curtidurías, también comprendí lo acotado de las oportunidades de vida; en aquel oficio el olor es tan profundo que, al entrar, te dan una ramita de menta para que haga las veces de filtro al respirar”.

“Vi la pobreza en su expresión extrema. Marruecos es cultura viva ancestral y están orgullosos de ello, pero muchos jóvenes se lanzan al mar buscando la oportunidad en España. Se tiran desde las pateras, lo vi desde las costas de Tanger, en Asilah y Larache; también junté la ropa y bidones con orina que devolvía el mar con las esperanzas desvanecidas por no poder lograr ese sueño. Pero no es la realidad de todos, Marruecos tiene grandes polos industriales que están en crecimiento”, continúa con una sonrisa.

Cierta vez, en Bad Berred, Marruecos, Fabiana tuvo uno de sus mayores aprendizajes de vida. Un día perdió sus “chanclas” y no tenía qué ponerse en los pies. En las casas se vivía descalzo y tan solo se dejaba un par en la puerta de la letrina. Al poco tiempo, le contaron que Omaima tenía “Fabi chanclas” y le ofrecieron otras.

“Seguí descalza, pero sin olvidarme lo que había pasado y, de pronto, solas volvieron”, cuenta. “Con el correr de los días, comprendí que el ser posesivo, algo que tanto encarcela, acá es relativo. Las chanclas van y vienen, se comparten y, al final, vuelven a sus dueños. Como en la vida, es bueno caminar con zapatos ajenos, empatizar, y es importante que cada uno aprenda a bailar con los propios para animarse a cruzar puentes”, reflexiona.

“Si tengo que pensar en los no, este viaje no lo realizaba: no sé idiomas, no sé orientarme bien, pero hay un lenguaje universal -de gestos y miradas-, inigualable y que fue determinante en muchos momentos de mi travesía. Logré salir sola al mundo y, cuando los miedos me asaltaban, recorría con mis dedos los mapas, y miraba fotos del Sahara, mi sueño, mi motor”, se emociona. “Fui cruzando puentes en mi vida que hoy se traducen en liviandad, ¡tantas veces debí perdonarme por no haber actuado a tiempo! Hoy me digo: felicitaciones, Fabi, disfrutá el momento”.

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“Somos hábiles para nuestro propio castigo, y torpes para darnos el reconocimiento”, continúa. “Pero fue clave despertar, y decidir no sentarme a esperar. Supe enfrentar el peligro a lo desconocido con templanza, valorar la empatía de los demás en una cultura absolutamente diferente, administrar la falta de comida y agua en muchas oportunidades. Supe pedirle a Dios que me abrace en mi soledad”.

“De tanto aprender, hoy quiero simplemente ser. Ser la del enterito de jeans y zapatillas media caña y los rulos al viento, o la de los tacos por un rato también. La que juega a piedra libre en la bici o en la montaña, la que se cosió alas para atravesar el tiempo, la que si se cae se levanta y sonríe al viento”, recita con palabras propias.

“Hoy soy feliz con todo y sin nada, me animo a mirar y a volver a empezar, la vida es ahora y no me la quiero perder. Estuve sufrida y dormida, pero, contra todo pronóstico, ¡Fabiana Existe!”, concluye la mujer de 52 años, quien finalmente, tras un año en Marruecos, regresó a la Argentina y a su empleo, y decidió comprar un pedacito de tierra cerca de su pueblo, para correr libre, andar en bicicleta, soñar los próximos viajes, y vivir allí, sola en el campo.

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Fuente: Carina Durn, diario La Nación

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